No nos damos cuenta y de pronto somos habitados. Por espacios, por personas. Por otras almas que pisan un sitio conocido y caminan a la par. Buscadores buscándose. Tal vez nunca se encuentren, tal vez nunca nos reencontremos. Pero la vida es un viaje cotidiano hacia diferentes puntos, desde el amanecer hasta que recostamos la espalda entre las sábanas. La memoria conecta y desconecta. Archivamos pequeños y grandes recuerdos. Deslizamos una mirada. Alguien que de pronto nos dijo una sola palabra y queda flotando por el resto del día. La eternidad habita en un día y esa palabra moviliza, reanuda un recuerdo. Pensar y pensar de pronto en algo, en alguien. Ser habitados. Nos habitan los pensamientos y estos a su vez cohabitan con las imágenes desintegrando una lluvia de sensaciones. El cuerpo no permanece ajeno aunque parezca pasivo. El cuerpo está capturando y sintonizando en un lugar donde se mueven los secretos que anticipan el dolor. Ese punto dolerá. Ese punto casi invisible es el punto de la cohabitación. Allí desaguan los pensamientos que parten la estructura física y desunen los hemisferios derecho e izquierdo. Un centro umbilical y de pronto no hay armonía. Dejaron de sonar los tiempos afinados de un cuerpo en coherencia. Te vuelves destemplada. Te vuelves desafinada. Alguien te habitó. Alguien ocupó tus espacios y dejó sus recuerdos entre tus recuerdos. Acaparó tus sonidos y los hizo propios. En los huesos se hospedaron nuevas memorias. Otros pensamientos colonizaron tus pensamientos. Mujer poeta, has sido habitada.
Cada noche pasaste una vista cinematográfica por las vivencias y se oían murmullos de tu mente vigilando esa vigilia. Pesaron las secuencias como fotogramas. Algunas sucedían en sepia, moribundas de colores. Todo fue confuso. ¿Te has dado cuenta de que fuiste habitada? Por espacios y personas. Tu espíritu danzando y las canciones que anticiparon tu vuelo.
María Mujer poeta.
En el escenario de la vida se describe tu danza de palabras. Geometría humana que divide el plano en dos mitades. Un cielo y una tierra fundidos por el milagro del Universo que te proyecta en el alumbramiento de tu primer poemario. Tu cuerpo se aquieta y alguien clama por aquellos viejos dolores que te persiguen ante las pérdidas y duelos que perduran en cada ausencia.
Mujer que bailas. María sin etiquetas. María con rarezas. María niña, hija de otra hermosa Mujer amante y poeta. Es tu espíritu que equilibra los claros y se observa tu figura sin mente y atrapada en ella. Navegando en las reminiscencias. Vuelas y de vez en cuando una parada te lleva a la cercanía con ese otro. Te mueves afinada, entre ángulos y círculos, declives y planos montados en un paisaje indefinido. Todo se acomoda en tus imágenes y en los ojos, cristales de la experiencia. Y has encontrado en el arte tu sanación espiritual. Bailando el surfrimiento, escribiéndole al enamoramiento del amor. Llorando por aquello que sentís como desamor. La vida se acorta en 18 meses. Repartida en nueve meses de nacimiento y en nueve meses de preparación para la muerte. En 18 meses todo es tan perecedero que el soplido de nuestra esencia se nos escapa en un segundo, cuando la muerte viene a recordarte que ruega por nosotros y por todos. En palabras acumuladas durante 18 meses, nace un diario y se pone fin a una historia. Vuelan los amores desencontrados y se abre el camino para que tu poesía comience el trayecto. Crezcan las imágenes, saltes cuánticamente hacia el abismo de renovar tu reflejo en el reflejo de los amores que vendrán. Todo sigue su curso igual que la naturaleza. Amor que nos libera y regenera. Amor y perdón. Tu cuerpo se conmueve, grita, cruje, sube y baja como una madreselva. Aparece la Luna y tu mano escribe desenfrenada, compartiendo la visión con otros que a deshora la contemplan.
Desnuda tu alma Mujer poeta. María del fuego. Se ha descubierto el secreto. En un libro de poesías. Dolor. Claridad. Certezas. Gritos del silencio que purifican los sentidos y donde se respiran los sonidos de tu corazón.
© Karina Isabel Roldán (2016)